Juicio Político

Así las cosas, con Mario Vargas Llosa

Tal vez lo más adecuado sea reconocer que el escritor peruano Mario Vargas Llosa no debe ser considerado un personaje más en la intrincada historia de la literatura latinoamericana. También debe ponerse en la balanza su increíble capacidad intelectual, que, por cierto, sostuvo con firmeza hasta el último día de su vida. En el camino del pensamiento político, debemos valorar las posturas opuestas a las nuestras, porque precisamente ahí radica la esencia del debate democrático. Por eso, no podemos ni debemos ignorar la trascendencia que este personaje ha tenido en nuestro continente.

Vargas Llosa perteneció a una generación de gigantes de la literatura que plasmaron en sus libros el alma y el sentir de América Latina. En cada obra fueron exponiendo las luces y sombras que forman parte de nuestra identidad, especialmente en títulos como La casa verde o Conversación en La Catedral, donde retrató con precisión y delicadeza la realidad peruana, pero sin olvidar que nuestras sociedades están profundamente marcadas por la violencia, las injusticias y la búsqueda constante de la libertad.

Una de las cosas que personalmente más me sorprenden, de manera grata, de la personalidad de Mario Vargas Llosa es su capacidad de reconocer el valor de los demás, incluso ponderándolos más allá de las posturas ideológicas. Parte de esta faceta es el reconocimiento a otros grandes latinoamericanos como Alfonso Reyes y Jacobo Árbenz. Esa es una cualidad que debemos reconocer quienes, de una manera u otra, estamos inmersos en la vida política: reconocer los méritos de los demás, incluso por encima de las trincheras partidistas.

Es necesario admitir que Vargas Llosa fue un hombre valiente. Más allá de los visos ideológicos que cualquier persona tiene derecho a ostentar, dijo lo que pensaba sin dobleces ni eufemismos. Cuando consideraba necesario expresarse, lo hacía sin miedo a la corrección política o al linchamiento mediático. Sus posiciones firmes y sus expresiones incómodas enriquecieron el debate público, como el que tuvo con el mexicano Octavio Paz después de que calificó al régimen priista como la “dictadura perfecta”.

También es necesario entender que todos los hombres estamos hechos de claroscuros, y Vargas Llosa no es la excepción. Con el tiempo, la relevancia que obtuvo tanto por su talento literario como por su capacidad intelectual pareció hacerlo enamorarse del personaje disruptivo que encarnaba. Tras recibir el Premio Nobel de Literatura, en varias ocasiones utilizó esa distinción como una especie de título nobiliario con el cual pontificaba por encima de las opiniones que lo contradecían. Sobre todo al final de su vida, se convirtió en un autoproclamado faro moral, incapaz de reconocer la validez de los pensamientos ajenos.

En la década de los setenta, tras la detención del poeta Heberto Padilla y después de haber sido un decidido defensor del régimen cubano, Vargas Llosa rompió con Fidel Castro y su gobierno. A partir de ahí fue deslizándose hacia la derecha más extrema, rayando en el neoliberalismo más ortodoxo. Pasó de ser un crítico del autoritarismo a defender modelos que perpetúan desigualdades sociales y económicas. Con ello, abandonó el sueño de una América Latina justa por el espejismo del libre mercado.

Después de su fallida incursión en la contienda presidencial en 1990, sus posturas se hicieron más radicales y dogmáticas. Su pensamiento político se volvió predecible e incapaz de adaptarse a la complejidad del presente, convirtiéndose de un intelectual incómodo a un portavoz del conservadurismo global.

En este punto, sería mezquino considerar a Mario Vargas Llosa únicamente desde la perspectiva de las luces o de las sombras. Como dije anteriormente, los seres humanos somos una maraña de claroscuros y nuestra vida, más que en blancos o negros, se expresa en una amplia gama de grises. En el caso de Vargas Llosa, no sería intelectualmente honesto solo criticar sus excesos o señalar sus contradicciones sin reconocer que fue un hombre coherente, que vivió —y murió— defendiendo sus puntos de vista.

Podemos tener posturas políticas opuestas, pero no podemos dejar de señalar que nunca temió debatir de manera frontal y directa. Tampoco podemos ignorar que un pensamiento se enriquece cuando se defiende con ideas claras, se expresa con libertad y, sobre todo, cuando se hace desde la coherencia.

Armando Cabada / Analista

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